sábado, febrero 03, 2007

El Fantasma de la 236

Corría el año 1996. Yo estaba en 1º medio y tenía que llegar temprano al liceo para una disertación en la primera hora. Salí a tomar la micro a Bilbao, en el Parque Bustamante. Casi todas las que pasaban por allí me dejaban allá en la Alameda en Unión Latinoamericana, desde donde yo entraba por una calle y luego de unas tres o cuatro cuadras llegaba a destino. Sin embargo, una de las micros entraba por esa calle y me dejaba en las puertas del liceo: 236 era el número que la identificaba. Como era cómodo en aquellos tiempos, no me importaba esperar esa micro si podía ahorrarme la caminata. No pasaban muchas 236, así que era un cacho, pero ese día afortunadamente venía una. Afortunadamente para mí, y no para el inocente chofer, que no sabía que un potencial, y muy pequeño peligroso lo estaba esperando en un paradero, lleno de papelógrafos para su disertación.

Cuando comencé este blog, prometí, entre otras, esta historia. Ahora, luego de introducir más o menos el contexto, nos lanzamos.

¡Bien! Había esperado bastante tiempo y corría el riesgo de, por cómodo (insisto), llegar tarde y mi grupo me aniquilaría. Pero ahí venía la 236. Subí mi brazo y apunté con mi dedo hacia alguna estrella invisible de día, en el firmamento, en el momento glorioso que la micro se detenía, pero a unos 10 metros más allá de mí, en la roja que le dio en la esquina. ¡Maldito! Pero la luz roja lo detuvo involuntariamente y caminé hacia la puerta. Sin embargo, se hizo presente la luz verde y con una mirada de odio partió y me dejó ahí botado, sin piedad. Mi enojo se hizo presente y el color de mis ojos se tornó a rojo vivo. Las cosas no quedarían así.

Invadido por una rabia solo comparable al clásico golpe del dedo chico en la pata de la cama, me decidí a correr como potro salvaje a través de las tres cuadras que quedaban de Parque Bustamante hasta Plaza Italia, para acecharlo ahí mismo. Corrí y corrí. Me lancé por el medio de Vicuña Mackenna hasta que llegué al semáforo. Y ahí estaba la micro. El conductor advirtió mi presencia, y nuevamente mirándome siniestramente, se corrió a segunda fila. Con el último de mis aires, traté de alcanzarlo, pero nuevamente la luz verde apareció en último momento y la 236 partió raudamente para dejarme allí botado. ¡¡Doble maldición!! Pero ya había que dejar la cosa hasta allí. No me quedaba más que irme en metro, y ya que estaba en la Estación Baquedano, simplemente lo tomé, consolándome con que igual había sido choro correr hasta Plaza Italia para alcanzarlo, pero aún con rabia por las miradas que me pegó el chofer. Maldito… y maldito estaba.

Cuando me bajé en Unión Latinoamericana, siete estaciones de metro más allá, me fijé en si había alguna micro de las que entraba por la calle aquella para subirme y andar las tres cuadras hacia adentro que me quedaban, y para mi gran sorpresa (y espero la de ustedes), allí estaba la misma 236, ¡detenida frente a mí! Sin pensarlo demasiado, me subí, miré a la cara al chofer y le dije "permiso". Registró mi siniestra y vengativa mirada, y luego de los tres segundos que le llevó procesarme, su boca se abrió un poco y sus ojos casi se salieron del espanto. Me fui a parar al pasillo, con todos mis papelógrafos. El resto del camino lo miré con cara psicópata, y durante todo el tiempo, hasta que me bajé de la micro, pude disfrutar como el chofer me miraba una y otra vez para confirmar el fenómeno, intentando esconder su cara de "no lo puedo creer".

Cuando llegué al colegio, en la puerta de la sala estaba mi amigo, compañero de grupo, diciéndome, "te rajaste, la profe no ha llegado". Yo le sonreí y le dije, "qué bueno, menos mal".

- peligroso

domingo, enero 14, 2007

El Hoyo en la Cabeza

Mientras paseaba por el Eurocentro me entró una de esas ideas de panorama improvisado, luego de los cuales generalmente uno siempre tiene algo que contar. Llamé a una amiga y le pregunté si quería ir al cine en algo así como una hora más tarde. Ésta, más o menos de mi onda, agarró vuelo y me aceptó. La idea era que yo la iba a buscar a su casa y saldríamos a ver una película y almorzar.

Tomé la micro en Alameda con San Diego. Como buen sábado que era, no andaba tanta gente, y la situación en el bus lo reflejaba a cabalidad. Me senté atrás, en el lado izquierdo, solo, al lado del pasillo, en esos asientos altos que tienen las ruedas traseras debajo, y tan solo con una persona adelante mío y otras pocas más hacia la subida de la micro.

Estaba abriendo mi bolso en el regazo, para sacar mi reproductor de MP3, cuando el tipo de adelante mío se da vuelta. Me detuve en seco en lo que estaba haciendo y lo miré. Era grande -mucho-, más o menos de mi edad, de obvia situación socio-económica desfavorable -enfermo de flaite, para qué ando con cosas-, camisa hawaiiana con samurais, y pelo claro y corto (estilo bacinica, creo).

No puedo recordar exactamente cómo rompió el hielo, pero dentro de sus primeras líneas mencionó que él era delincuente, y que sabía que yo trabajaba. Que le parecía bien que me ganara la plata de esa forma, pero que sin embargo él era delincuente y le tocaba pasarse por el poto el esfuerzo de la pobre gente que se ganaba el dinero de forma digna. Un buen comienzo... de salón, diría, mientras no puedo evitar oír a Verdi y su Traviatta en mi cabeza.

Seguido de eso, empezó a relatarme, muy dificultosamente, algunos episodios de su infancia, entre los cuales se encontraba el haber recibido un balazo a los seis años. Un balazo en la cabeza, "aquí," decía, mientras tomaba mi índice derecho y lo dirigía al lado derecho de su cráneo. Bruscamente, comenzó a frotarlo sobre lo que parecía... ¿cómo explico esto? Supongo que tendré que mandarles a ustedes, los amables lectores, a formar un círculo con sus índice y pulgar de cualquier mano (como cuando decimos "ok" o "como el hoyo"), y vestir a los dedos con lo que anden encima (polera, por ejemplo). Luego, imaginen que ese hoyo es el que se sentía en su cráneo y la tela simula a la piel, que me hizo hundir con mi índice usando la fuerza de su brazo. Eso, estimados, fue lo que sentí, en movimientos circulares. Mientras tocaba indirectamente su cerebro, pensaba en que probablemente esto era, para él, una especie de rutina, y el propósito de hacerle sentir eso a la víctima -ya empezaba a sentirme como una- era atemorizarla a través de los escrúpulos. Con esto en mente, le demostré tranquilamente mi gran impresión. Aunque en realidad hubiera agradecido mucho que me hubiera hecho golpear un pedazo de metal, ¡pero no meterle el dedo en el cerebro!

Continuando con la historia, este tipo me reiteró eso de que él era delincuente, y que tenía una hija... en eso, rápidamente me puse de pie y me moví rápidamente hacia el asiento delante suyo, donde me sentía claramente menos a su merced. Lo felicité por su hija y le pregunté que qué edad tenía. "Un año y medio...", "qué lindo," le dije, tratando de no parecer una rata con una serpiente encima. Entonces volvió a lo del delincuente y llegó a su punto: Tenía simplemente que volver a su casa con una leche NAN, que valía 7 mil pesos, y que si yo tan solo le entregaba la cantidad exacta, yo me iba intacto. Entonces, y no sé de dónde, saqué al actor que llevo dentro y me reí a carcajadas, explicándole que "ni cagando" andaba con esa cantidad de plata. Eso independiente de que justamente (porque si no, no tendría gracia) portaba en mi billetera veinte mil pesos. Me rebatió con un "pero si tú trabajái poh," y le dije "sí, pero no por eso ando con 7 mil pesos todos los días poh... mira," metiéndome las manos en los bolsillos, con cara de sentirme culpable por no poder pasarle algo, "... esto es todo lo que tengo. Si te sirve de algo... pero es todo lo que tengo," y le entregué algo así como 570 pesos. Se levantó del asiento -íbamos llegando a la Posta Central-, los tomó, me dio la mano, las gracias, y se bajó de la micro.

Yo respiré tranquilo, mínimo. Luego llegué donde mi amiga, que se rió kilos con la fresca historia y mi imitación del tipo. Y así fue durante casi un año que conté la anécdota por todas partes, y vi que era bueno.

Hasta que llegó diciembre del mismo año y yo, en un viaje hacia el trabajo, desde el centro, nuevamente en una micro algo desocupada (pero no tanto). Me senté atrás, en el lado izquierdo, junto a una niña, al lado del pasillo, en esos asientos altos que tienen las ruedas traseras debajo, con un caballero al frente del pasillo, que iba al lado de la ventana, y un tipo sentado delante de él, al lado del pasillo. Más adelante, otras pocas personas más.

En eso, al frente, el tipo se daba vuelta para conversar con el tipo de atrás. Era delincuente (eso dijo), y entre otras cosas, le tomó la mano al caballero para hacerle sentir lo mismo que a mí: el hoyo en la cabeza. El caballero, pseudo-atemorizado, escuchaba y asentía a todo lo que le decía el joven del agujero. Como información adicional, le dio un consejo al hombre: "nunca se siente al lado de la ventana, porque los delincuentes llegan al lado suyo y así es como lo asaltan". El caballero le daba las gracias. Seguido de esto, le dio la mano y se bajó de la micro. La mujer al lado mío y yo mirábamos atentamente todo esto (me costaba contener la risa, pero estaba pendiente por si me tenía que meter). Luego de que se bajara el jovencito, me senté al lado del caballero -como los asaltantes- y pudimos compartir las experiencias de ambos, reírnos un rato y hablar de la vida y el amor.

Lo que no me queda claro es si el título de este escrito se lo dedico al delincuente o a mí, por sentarme atrás cuando la micro va así.

Cada loco que anda por Santiago

- peligroso